domingo, 5 de enero de 2020

El caballo de Turin y Nietzsche

El 3 de enero de 1889, por la mañana, Friedrich Nietzsche abandona su casa de la calle de Carlo Alberto, en Turín, para dirigirse al centro de la ciudad. En el transcurso de su paseo es testigo de una escena que le hace detenerse: un cochero está maltratando a su caballo que, exhausto, no quiere continuar la marcha. Nietzsche interviene. Rodea el cuello del caballo con sus brazos y rompe a llorar. Sus últimas palabras son: “Madre, soy tonto”. Luego viene el derrumbe, una pérdida del habla y de la conciencia que durará diez años, hasta su muerte justo en el cambio de siglo, en 1900.
Pero ¿qué ocurrió aquella mañana de enero, probablemente gélida, dado el habitual clima de Turín? El abrazo al caballo maltratado, el desplome mental, el retorno al regazo materno. “Madre, soy tonto”: el niño travieso, quien como adulto ha sido el profeta que ha proclamado la inminente hoguera, cierra el círculo tras la fenomenal travesura. Le esperan diez años de silencio radical, pocos si los comparamos con las casi cuatro décadas de locura atravesadas por su admirado Friedrich Holderlin, al que tantas cosas le unen, incluidos el destierro y la caída. Evidentemente nunca sabremos lo que ocurrió en la cabeza de Nietzsche esta mañana turinesa. Lo más desconcertante del caso es que esa cabeza había logrado trabajar a la máxima presión en los meses anteriores. El año 1888 es uno de los más productivos, si no el que más, en la trayectoria intelectual de Nietzsche. Escribe y publica varios libros, incluida esa obra maestra de la ironía que es Ecce Homo, un texto, cierto, desquiciado y hasta paranoico, pero de una sutileza y un dominio del lenguaje inigualables. ¿Fue el desplome de Turín la consecuencia natural de ese último año, como si la cuerda del arco se hubiera roto tras ser sometida a la máxima tensión? Nunca tendremos una respuesta para esta pregunta.

La policía fue alertada de lo ocurrido. El filosofo fue arrestado por alterar el orden público. Poco después lo llevaron a un sanatorio mental. Desde allí escribió un par de cartas con frases incoherentes a dos de sus amigos.

Uno de sus antiguos conocidos lo llevó a un sanatorio en Basilea (Suiza), donde permaneció varios años. Uno de los hombres más lúcidos e inteligentes del siglo XIX terminó dependiendo de su madre y de su hermana para casi todo. Jamás, que sepamos, volvió a establecer contacto directo con la realidad.

La sociedad determinó que la actuación de Nietzsche -abrazar al caballo golpeado y llorar con él- era una manifestación de su locura. Sin embargo, desde hacía mucho tiempo tenía conductas que les resultaban llamativas a quienes le rodeaban. El encargado de la casa donde vivía, por ejemplo, había dicho que lo escuchaba hablar solo. Que a veces bailaba y cantaba desnudo en su habitación.

Hacía tiempo que se había vuelto muy descuidado con su aspecto y su higiene personal. Quienes lo conocían notaron que cambió su andar orgulloso por una marcha negligente. Tampoco era el mismo pensador fluido de antes. Hablaba de forma entrecortada y saltaba de un tema a otro.

En el sanatorio mental perdió progresivamente sus capacidades cognitivas, incluido el lenguaje. A veces se mostraba agresivo y llegó a golpear a algunos de sus compañeros. Apenas unos años antes había escrito varias de las obras que lo encubarían como uno de los mejores filósofos de la historia.

Aunque muchos ven el episodio del caballo como una simple manifestación de irracionalidad, producto de la enfermedad mental, también hay quienes le otorgan un significado menos aleatorio, más profundo y consciente. Milan Kundera, en “La insoportable levedad del ser”, retoma la escena de Nietzsche abrazando al caballo golpeado y llorando a su lado.

Para Kundera, las palabras que Nietzsche le musitó al oído al animal fueron una petición de perdon. A su juicio, lo hizo en nombre de toda la humanidad por el salvajismo con el que el ser humano trata a otros seres vivos. Por habernos convertido en sus enemigos y haberlos puesto a nuestro servicio.

Nietzsche nunca se caracterizó por ser un “animalista” o por tener una especial sensibilidad con la naturaleza. Pero, indudablemente el episodio del maltrato le produjo un impacto enorme. Ese caballo fue el último ser con el cual estableció un contacto real y efectivo. Más que con el animal mismo, fue con su sufrimiento con lo que encontró una identidad que iba mucho más allá de lo inmediato. Era una identificación con la vida.

Nietzsche no era muy conocido por el gran público entonces, pese a que había sido un profesor de excelente reputación. Sus últimos años fueron básicamente miserables. Su hermana falseó varios de sus escritos para que coincidieran con las ideas del nazismo alemán. Nietzsche no podía hacer nada frente a esto. Estaba sumergido en un sueño profundo del que solo despertó con su muerte en 1900.


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